Downing Street

LAS HUELGAS DE HAMBRE (1980).
Tomado del libro “Los años en Downing Street”, Margaret Thatcher, 1993.
Para comprender el telón de fondo de las huelgas de hambre, es necesario hacer referencia a la “categoría especial” de los presos terroristas convictos en las cárceles de Irlanda del Norte, instaurada como concesión al IRA (Ejercito Republicano Irlandes) en 1972. Aquello fue, como pronto quedó demostrado, un error. Se anuló en 1976. A partir de entonces los presos condenados por tales delitos serían tratados como presos comunes, sin privilegio de ningún tipo en cuanto a ropa o derecho a asociación. Pero la medida no era retroactiva. Por lo tanto algunos presos de “categoría especial” siguieron en celdas aparte y con un régimen diferente al de otros terroristas. En los llamados “bloques H” de la cárcel de Maze donde estaban los terroristas presos, las protestas habían sido más o menos constantes, incluyendo la desagradable “protesta sucia”, que consistió en ensuciar las celdas y destruir el mobiliario. El 10 de Octubre un número determinado de presos anunció su intención de iniciar una huelga de hambre el Lunes 27 de Octubre de 1980, si no se accedía a algunas de sus demandas. De todas ellas, las más significativas eran las de que se les permitiese usar su propia ropa, reunirse libremente con otros presos “políticos” y prescindir del trabajo obligatorio. A continuación hubo varias reuniones entre diferentes ministros para ver cuáles eran las concesiones que podrían hacerse para evitar la huelga. Mi intuición me decía que no debíamos ceder ante las presiones pero era evidente que no podía cambiarse el régimen carcelario una vez iniciada la huelga. Jamás se barajó la posibilidad de concederles un estatus político. Pero el jefe de policía de la RUC (Policia Real del Ulster) creía que hacer algunas concesiones antes de la fecha marcada por ellos ayudaría a controlar la amenaza de disturbios  que acarrearía dicha huelga y, aunque no creíamos que con ello pudiésemos evitar la huelga de hambre, estábamos deseosos de ganar la batalla ante la opinión pública. Por lo tanto acordamos que se permitiera a todos los presos (y no sólo a los que habían cometido crímenes terroristas) vestirse de civil, aunque no con ropa de su propiedad, siempre que obedecieran las leyes de la cárcel. Como había previsto, aquellas concesiones no evitaron la huelga de hambre. Es probable que a los de afuera el tema de la disputa les pareciera trivial. Pero tanto el IRA como el Gobierno sabían que no lo era. El IRA y los presos estaban decididos a ganar el control de la cárcel e idearon una astuta estrategia centrándola en su oposición al régimen carcelario. El objetivo de aquellos privilegios que exigían no era el de mejorar la condición de los presos, sino el de restarles poder a las autoridades carcelarias. También querían dejar sentado una vez más, como creían haberlo hecho en 1972, que sus crímenes eran “políticos”, lo que otorgaba a sus autores cierto tipo de respetabilidad, de nobleza incluso. Eso sí que no podíamos permitirlo. Pero, por encima de todo, me mantendría firme en el principio de que no haríamos ningún tipo de concesiones mientras continuara la huelga de hambre.
El IRA pretendía plantear, con inhumana persistencia, una guerra psicológica paralela a su campaña de violencia: había que resistírsele a ambos niveles. Como la huelga de hambre continuaba y aumentaban las posibilidades de que algunos presos murieran, nos encontrábamos bajo una enorme presión. Cuando me reuní con Haughey (Primer Ministro de Irlanda) el Lunes 1 de Diciembre de 1980, víspera del Consejo Europeo de Luxemburgo, me instó a que encontrara algún modo de salir bien parada pero que permitiera a los huelguistas poner fin a su actitud, aunque dijo que el asunto de concederles estatus político quedaba fuera de toda cuestión. Le contesté que el Gobierno no podía continuar haciendo ofertas. Ya no quedaba nada por otorgarles. Tampoco estaba tan convencida entonces, ni lo estuve después, de que los huelguistas pudieran abandonar el ayuno, aunque quisieran, contra los deseos de los líderes del IRA. No tenía ningún problema en repetir lo que ya habíamos dicho, pero no haría más concesiones bajo presión. Exactamente una semana después volvimos a encontrarnos con ocasión de nuestra segunda cumbre anglo-irlandesa de Dublín. Aquella reunión hizo más mal que bien porque, contra mi costumbre, no me involucré lo suficiente en la redacción del comunicado y, como resultado, dejé escapar la declaración de que Haughey y yo “dedicaríamos nuestra próxima reunión en Londres a prestar una especial atención a las relaciones entre estas islas”. Luego Haughey dio una conferencia de prensa que hizo que los periodistas escribieran sobre un avance en el tema constitucional. Por supuesto que no hubo nada por el estilo. Pero el daño ya estaba hecho y fue como agitar un trapo rojo ante el toro unionista.
También la Iglesia católica era un factor a tener en cuenta en las negociaciones de la huelga de hambre. Expliqué personalmente las circunstancias al Papa en una visita que hice a Roma el 24 de Noviembre. Sentía tan poca simpatía hacia los terroristas como yo, tal como ya había dejado en evidencia durante su visita a la República el año anterior. Después de que el Vaticano presionara a las altas jerarquías de la iglesia católica irlandesa, ésta emitió un comunicado instando a los presos a poner fin a la huelga de hambre, aunque al mismo tiempo aconsejaba al Gobierno mostrar cierta “flexibilidad”. Continuaron las conversaciones sobre concesiones y compromisos, que se fueron haciendo cada vez más intensas a medida que aumentaba el riesgo de muerte de algunos presos. Aquello era algo imposible de predecir con exactitud. Pero entonces, el Jueves 18 de Diciembre uno de los presos empezó a perder el conocimiento y la huelga se desconvocó abruptamente. Después el IRA declararía que lo había hecho porque nosotros habíamos accedido a ciertas concesiones, lo cual era totalmente falso. Con aquellas declaraciones pretendían disculpar su derrota, desacreditarnos y preparar el terreno para futuras protestas cuando se comprobase que las inexistentes concesiones, evidentemente, no se materializarían. Yo tenía la esperanza de que aquello pusiera fin a la táctica de la huelga de hambre y a todas las otras protestas carcelarias. Pero no habría de ser así. En Enero de 1981 intentamos acabar con la “protesta sucia” pero, a los pocos días, los presos que habían sido trasladados a celdas limpias comenzaron a destrozarlas. Entonces en Febrero nos informaron de que habría otra huelga de hambre. El líder del IRA Bobby Sands, que estaba en la cárcel de Maze, inició la huelga el 1 de Marzo de 1981, a la que se unían otros durante breves períodos de tiempo. Mientras tanto suspendieron la “protesta sucia”, evidentemente para concentrar la atención en la huelga de hambre. Aquel fue el comienzo de una época muy problemática. El IRA creció desde el punto de vista político: el mismo Sands ganó in absentia el escaño de Fermanagh y South Tyrone en el Parlamento, en una elección parcial convocada tras la muerte de un diputado republicano independiente. En términos generales, el SDLP estaba perdiendo terreno a favor de los Republicanos. Aquello no sólo reflejaba la creciente polarización de la opinión de ambas comunidades que, en última instancia, era el objetivo que se había propuesto el IRA, sino que también demostraba la ineficacia general de los diputados del SDLP (Partido Social Democrata y Laborista) . Corrió el rumor, que hasta algunos de mis parlamentarios creyeron, de que el IRA se estaba planteando la posibilidad de abandonar el terrorismo y alcanzar el poder a través de las urnas. Nunca lo creí. Pero era un indicio de lo efectiva que podía ser su propaganda. Michael Foot, por entonces líder de la oposición, vino a verme para pedir concesiones para los huelguistas. Quedé asombrada de que aquel hombre tan cabal pudiera adoptar esa línea y así se lo dije. Le recordé que las condiciones en la cárcel de Maze eran de las mejores, muy por encima del estándar general de las demás cárceles británicas abarrotadas. Ya se habían introducido muchas más mejoras de las que el año anterior había recomendado la Comisión Europea de Derechos Humanos. Le dije a Michael Foot que se había dejado manipular. Lo que los presos terroristas querían era un estatus político, y no iban a conseguirlo. Bobby Sands murió el martes 5 de Mayo.Para mí, personalmente, la fecha tenía cierto significado, aunque no lo sabía entonces. A partir de aquel momento me convertí en el principal objetivo de los asesinos del IRA.
La muerte de Sands provocó disturbios y violencia, sobre todo en Londonderry y Belfast, y a las fuerzas de seguridad se les exigía cada vez más. Se podía admirar el coraje de Sands y de otros huelguistas que murieron de hambre, pero no sentir simpatía por su causa criminal. Hicimos todo lo que estaba en nuestras manos para persuadirles de abandonar su actitud. Lo mismo hizo la Iglesia católica. Me di cuenta de que la Iglesia podía ejercer una presión sobre los huelguistas que yo no podía. Por eso llegué lo más lejos que pude para involucrar a alguna organización conectada con la jerarquía católica (la Comisión Irlandesa por la Justicia y por la Paz, ICJP), con la esperanza de que los huelguistas la escucharan, aunque, en última instancia, nuestra recompensa resultó ser que nos denunciaran a la ICJP por volver a utilizar procedimientos que supuestamente habíamos emprendido en las conversaciones que habíamos mantenido con ellos. Aquel falso alegato fue apoyado por Garret FitzGerald que asumió el cargo de Taoiseach, en sustitución de Haughey, a principios de Julio de 1981. Dirigí una carta al nuevo Taoiseach para decirle que no debiera llamarse a engaño pensando que la huelga de hambre era susceptible de tener una solución fácil y que no dependía sólo de una flexibilidad por nuestra parte. Los huelguistas estaban tratando de asegurarse un régimen carcelario en el cual fueran los presos, y no los funcionarios de la cárcel, los que decidieran cómo tenían que hacerse las cosas. También conversé con el Primado Católico de Irlanda, Cardenal O’Fiaich, en el Número 10, la tarde del Jueves 2 de Julio, con la remota esperanza de que utilizara su influencia de un modo inteligente. El Cardenal Fiaich no era un mal hombre, pero era un republicano romántico, cuyo nacionalismo parecía prevalecer sobre su deber cristiano de ofrecer una indiscriminada resistencia al terrorismo y al crimen. Creía que los huelguistas de hambre no actuaban por orden del IRA; yo no estaba tan segura. Me aclaró las demandas de un estatuto de categoría especial por parte de los presos, y pronto quedó clara la razón. Me dijo que toda Irlanda del Norte era una mentira del comienzo al final. Los huelguistas creían en el fondo que estaban luchando por una Irlanda unida. Me preguntó cuándo iba el Gobierno Británico a admitir que su presencia era divisionista. La única solución era reunir a todo el pueblo irlandés bajo un Gobierno de irlandeses, ya sea en un Estado federal o en uno unitario. Le contesté que la salida que él defendía no podía convertirse en una opción política para el Gobierno Británico porque no era una solución aceptable para la mayoría de la población de Irlanda del Norte. La frontera era un hecho. Quienes creyeran en una Irlanda unida deberían saber que lo que no podía lograrse por medio de la persuasión, no podría lograrse por medio de la violencia. Hablamos con contundencia, pero resultó una reunión instructiva. Mientras seguía luchando por poner fin a la crisis, ordené que se suspendiera la alimentación a la fuerza, por considerarla una práctica degradante y peligrosa, que yo misma no podía apoyar. Durante todo el tiempo a los huelguistas se les ofrecían tres comidas diarias, tenían constante atención médica y, por supuesto, tomaban agua. Cuando los huelguistas perdieran el conocimiento, sus familiares podrían autorizar a los médicos para que les alimentaran por sonda. Mi esperanza era que los familiares aprovecharan para poner fin a la huelga de hambre. Después de la muerte de diez presos, un grupo de familiares anunció que intervendrían para evitar las muertes de sus parientes y el IRA desconvocó la huelga el Sábado 3 de Octubre.

Terminada la huelga, autoricé algunas concesiones sobre la ropa, la asociación y la pérdida del derecho a la reducción de pena. Pero el resultado fue una importante derrota para el IRA. Pese a todo el IRA se había reagrupado durante las huelgas haciendo grandes progresos entre la comunidad nacionalista. Entonces volvieron a practicar la violencia a gran escala, especialmente en Gran Bretaña. El peor incidente lo causó el IRA con una bomba en el exterior del cuartel de Chelsea el Lunes 10 de Octubre. Pusieron una bomba a un autocar que transportaba guardias irlandeses, matando un transeúnte e hiriendo a varios soldados. La bomba contenía clavos de seis pulgadas para tratar de causar el mayor daño y sufrimiento posibles. Me apresuré a presentarme en la escena del atentado y, con gran espanto, extraje uno de los clavos de un lateral del autocar. Decir que alguien capaz de eso es un animal sería equivocado: ningún animal haría tal cosa. Fui a visitar a los heridos a los tres hospitales de Londres a los que habían sido trasladados. Salí más decidida que nunca a que se aislara, se privara de ayuda y se venciera a los terroristas.

LA GUERRA DE LAS MALVINAS (1982)
Resumen del capítulo de igual nombre del libro “Los años en Downing Street”  Margaret Thatcher, 1993.
Todo empezó con un incidente que tuvo lugar en las islas Georgias del Sur. El 20 de Diciembre de 1981 habían desembarcado sin autorización en la isla, en el puerto de Leith, unas personas a quienes se describió como tratantes de chatarra argentinos; nuestra reacción fue firme pero comedida. Posteriormente, los argentinos se marcharon y el Gobierno argentino dijo no saber nada al respecto. El 20 de Marzo de 1982 se nos informó que el día anterior los tratantes argentinos de chatarra habían vuelto a desembarcar, también esta vez sin autorización y en Leith, en las islas Georgias del Sur. Se había izado la bandera argentina y se llegaron a efectuar disparos. Sin embargo, sigo pensando que ninguno de nosotros se esperaba una invasión de las propias Malvinas.
Había mucho en juego: a pesar de su importancia, no sólo estábamos luchando por el territorio y los habitantes de las Malvinas, en el Atlántico Sur, a ocho mil millas de distancia. También estábamos defendiendo nuestro honor como nación, y unos principios de importancia fundamental para el mundo entero: por encima de todos ellos, el principio de que los agresores jamás deberían salirse con la suya, y de que el derecho internacional ha de prevalecer sobre el empleo de la fuerza. Cuando accedí al cargo de Primer Ministro, en ningún momento se me ocurrió que tendría que mandar tropas británicas al combate, y no creo que ningún momento de mi vida haya sido tan tenso ni tan intenso como todo aquel período.  Después de la guerra, a cualquier lugar donde yo fuera, el nombre de Gran Bretaña había adquirido un significado que antes no tenía. La guerra también tuvo verdadera importancia en las relaciones entre el Este y el Oeste: varios años después, un general ruso me dijo que los soviéticos habían estado absolutamente convencidos de que no lucharíamos por las Malvinas, y de que, de hacerlo, perderíamos. Les demostramos su equivocación con respecto a ambos extremos, y este hecho jamás lo olvidaron.
Jamás olvidaré aquel Miércoles por la noche. Estaba trabajando en mi despacho de la Cámara de los Comunes cuando me dijeron que John Nott, Secretario de Defensa,  quería verme inmediatamente para comentar el asunto de las Malvinas. Acababa de recibir información que indicaba que la flota argentina, que ya se había hecho a la mar, parecía tener intenciones de invadir las islas el Viernes 2 de Abril. Yo dije inmediatamente: “si se produce una invasión, tenemos que recuperar las islas”. Me reuní con el jefe del Estado Mayor de la Armada, Sir Henry Leachle, le  pregunté qué podíamos hacer. Estaba tranquilo, sosegado y seguro de sí mismo: “Puedo reunir una fuerza para misión especial con destructores, fragatas, lanchas de desembarco y buques de apoyo. Irá encabezada por los portaaviones HMS Hermes y HMS Invincible. Puede estar lista para zarpar en cuarenta y ocho horas”. En su opinión, esta fuerza podría recuperar las islas. Lo único que necesitaba era mi autorización para empezar a reunirla. Se la di, y partió inmediatamente para dar inicio a la operación. Mi tarea como Primer Ministro consistía en que obtuvieran el apoyo político que necesitaban.  Sin embargo, antes que nada teníamos que hacer todo por evitar la espantosa tragedia, si aún era humanamente posible evitarla. Nuestra única esperanza para entonces eran los americanos: amigos y aliados, y personas a las que el presidente y general argentino Galtieri, si aún seguía comportándose de manera racional, debería prestar oído. Durante la reunión, redactamos y enviamos un mensaje urgente al presidente Reagan solicitándole que insistiera ante Galtieri en el sentido de que éste debía dar marcha atrás para no dar un paso en el vacío.
El Sábado 3 de Abril, Tony Parsons, nuestro Representante Permanente en las NacionesUnidas, logró un triunfo de la diplomacia al persuadir al Consejo de Seguridad para que se aprobara lo que se convirtió en la Resolución 502 del Consejo de Seguridad, exigiendo una retirada inmediata e incondicional de las islas Malvinas por parte de los argentinos. Mi gratitud se dirigió de manera muy especial al presidente Mitterrand, quien, junto con los dirigentes de la antigua Commonwealth, fue uno de nuestros amigos más incondicionales, y me llamó por teléfono personalmente el Sábado para asegurarme su apoyo. Por aquel entonces, estábamos ejerciendo tanta presión sobre los argentinos como podíamos, por métodos diplomáticos . Como era de suponer, la Unión Soviética se inclinaba en medida creciente hacia Argentina, y fue aumentando sus ataques verbales a nuestra posición. Si hubiéramos vuelto a dirigirnos a la ONU para solicitar una resolución de sanción, no había duda de que la hubieran vetado. Deseábamos resolver el asunto por medios diplomáticos, pero no estábamos dispuestos a negociar bajo presión: la retirada era una condición previa. Le dije que la soberanía británica tenía que prevalecer, y la administración británica que restaurarse. Solamente tras haber sucedido esto podría haber una posibilidad de negociaciones, que estarían sometidas a la condición final de que los deseos de los isleños fueran la consideración máxima. Alexander Haig, Secretario de Estado de los Estados Unidos,  había elaborado una serie de propuestas que creía que con el tiempo se lograría que los argentinos aceptaran.
El Miércoles 14 de Abril era el día programado para un debate adicional en los Comunes sobre el asunto de las Malvinas. Ante la Cámara, pronuncié las siguientes palabras: En cualquier negociación que se lleve a cabo a lo largo de los días siguientes, nos guiaremos por los siguientes principios. Seguiremos insistiendo en la retirada argentina de las islas Malvinas y sus dependencias. Continuaremos dispuestos a ejercer nuestro derecho a recurrir a la fuerza en defensa propia al amparo del Artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas hasta que las fuerzas de ocupación abandonen las islas. Nuestra misión especial naval navega hacia su destino. Seguimos confiando plenamente en su capacidad de tomar cualesquiera medidas que puedan ser necesarias. Mientras tanto, su misma existencia y su progreso hacia las islas Malvinas apuntalan nuestros esfuerzos por llegar a una solución diplomática. Dicha solución ha de salvaguardar el principio de que los deseos de los isleños continuarán siendo la condición de máxima importancia. Mientras que el debate continuaba en pie, Al Haig continuaba al teléfono. Los argentinos se quejaban de que Estados Unidos no estaba actuando objetivamente en sus negociaciones con Argentina y con Gran Bretaña, y en especial de que estaba suministrando ayuda militar a Gran Bretaña. Quería hacer una declaración que le permitiera regresar a Buenos Aires para continuar la mediación. La utilización por parte de Gran Bretaña de las instalaciones de EE.UU. en la isla Ascensión se restringiría. Recalqué que Ascensión era nuestra isla, de hecho la isla de la Reina. Los americanos la utilizaban como base: no obstante, como sabía muy bien el secretario de Estado, este uso se basaba en un acuerdo que dejaba muy claro que la soberanía seguía siendo nuestra. Me complace decir que el señor Haig eliminó cualquier referencia a la isla Ascensión de su declaración.
El 15 de Abril yo había recibido un mensaje del presidente Reagan, a quien Galtieri había telefoneado aparentemente para decirle que tenía enorme interés en evitar un conflicto. No hubo dificultad alguna en responder. Le dije al presidente: Observo que el general Galtieri le ha reiterado a usted su deseo de evitar un conflicto. Sin embargo, a mí me parece —y he de decírselo con franqueza, ya que usted es un amigo y un aliado— que él no logra llegar a la conclusión evidente. No fue Gran Bretaña la que violó la paz, sino Argentina. La Resolución del Consejo de Seguridad, que usted y yo hemos firmado, requiere que Argentina retire sus tropas de las Islas Malvinas. Este es el primer paso esencial que se ha de tomar para evitar el conflicto. Cuando se haya tomado, se podrán celebrar conversaciones beneficiosas acerca del futuro de las islas. Cualquier sugerencia para evitar el conflicto por unos medios que dejen al agresor en situación de ocupante, está sin duda seriamente desencaminada.  Estábamos en la situación afortunada de disfrutar de un apoyo prácticamente perfecto para nuestra posición, con la Resolución 502 del Consejo de Seguridad de la ONU. Sin embargo, el problema consistía en que, puesto que la iniciativa Haig evidentemente estaba llegando a un punto muerto, y puesto que el conflicto militar flotaba amenazador sobre el horizonte, existía el riesgo de que alguna otra instancia tomara una iniciativa y que nos viéramos en una posición difícil y defensiva dentro del Consejo de Seguridad.
El 18 de Abril leí por primera vez los detalles de las propuestas debatidas por Al Haig y los argentinos en Buenos Aires. De hecho, las propuestas eran inaceptables. Cuando más se examinaban, más claro quedaba que Argentina seguía intentando quedarse con lo que había tomado por la fuerza. Las propuestas eran tan pobres que dijimos a Al Haig que no veíamos necesidad de que viniera a Londres desde Buenos Aires, y prometimos transmitirle nuestros comentarios detallados sobre el texto cuando regresara a Washington. También el Miércoles notificamos a Al Haig, vía Nico Henderson, nuestro Embajador en los Estados Unidos, que se había tomado una decisión firme de recuperar las islas Georgias del Sur en un futuro próximo. El señor Haig manifestó su sorpresa y preocupación. Preguntó si nuestra decisión era definitiva: yo confirmé que así era. Le estábamos informando, no estábamos consultándole. Me preocupaba tremendamente lo que estaba sucediendo en las islas Georgias del Sur. El Sábado 24 de Abril sería uno de los días más cruciales en la historia de las Malvinas, y un día crítico para mí personalmente. A primera hora de aquella mañana, Francis vino a mi despacho en el Número 10 para contarme los resultados de sus esfuerzos. Sólo puedo describir el documento con que traia como una rendición condicional.  Le dije a Francis que los términos eran del todo inaceptables. Despojarían a los habitantes de las Malvinas de su libertad, y a Gran Bretaña de su honor y del respeto de los demás. Francis no estaba de acuerdo. Pedí a Willie Whitelaw que subiera a mi despacho. Le dije que no podía aceptar estos términos, y le manifesté mis motivos. Como siempre en ocasiones cruciales, respaldó mi decisión. Fue John Nott quien dio con la forma de seguir adelante. Propuso que no efectuáramos comentario alguno sobre el borrador, sino que solicitáramos al señor Haig que se lo presentara previamente a los argentinos. Si lo aceptaban, sin duda experimentaríamos dificultades, pero si los argentinos lo rechazaban —y creíamos que así lo harían, ya que la retirada le resulta prácticamente imposible a cualquier Junta—, podríamos instar a los norteamericanos a ponerse firmemente de nuestro lado, como Al Haig había indicado que harían en tanto en cuanto no interrumpiéramos las negociaciones. Esto fue lo que se decidió. Y así pasó una gran crisis. Yo no podría haber seguido siendo Primer Ministro de haber aceptado el Gabinete de Guerra las propuestas de Francis Pym. Habría dimitido. Al día siguiente, aquel razonamiento difícil y decisivo tuvo como continuación la recuperación de las islas Georgias del Sur.
El Lunes 26 de Abril el Gabinete de Guerra acordó declarar una Zona de Exclusión Total con un radio de 200 millas náuticas así como las normas de combate que serían de aplicación al mismo. La presión militar sobre Argentina iba progresivamente en aumento. Esta Zona de Exclusión Total incluia  aeronaves además de buques; la misión especial pronto estaría lo suficientemente cerca de las Malvinas como para poder aplicarla y correr a su vez el riesgo de un ataque aéreo. Una de las prioridades consistía en cerrar el campo de aviación de Port Stanley. A nivel nacional, la aparente inminencia del conflicto militar a gran escala empezó a hacer vacilar en su determinación a aquellos cuyo compromiso con la recuperación de las Malvinas siempre había sido más débil de lo que parecía. Algunos miembros del Parlamento parecían desear que las negociaciones continuaran indefinidamente. Tuve que plantear a la nación la realidad de la situación. Durante el período de preguntas al Primer Ministro, declaré lo siguiente: He de recalcar que va quedando poquísimo tiempo, a medida que la misión especial se va aproximando a las islas. Han transcurrido tres semanas desde la fecha de la Resolución 502 del Consejo de Seguridad. No podemos contar con una amplia gama de posibilidades ni con una amplia gama de opciones militares, con la misión especial en el clima inhóspito y tempestuoso de aquella zona. Me manifesté en el mismo sentido durante una entrevista en directo, aquella noche, en Panorama: He de tener en mente los intereses de nuestros muchachos que van a bordo de aquellos buques, y de nuestra infantería de marina. Tengo que velar por la seguridad de sus vidas; tengo que cerciorarme de que logren hacer aquello que decidamos que hagan en el mejor momento posible, y con un mínimo de riesgos para ellos. También aproveché la oportunidad para decir de forma clara exactamente por qué estábamos luchando: “Yo estoy defendiendo el derecho a la autodeterminación. Estoy defendiendo nuestro territorio. Estoy defendiendo a nuestro pueblo. Estoy defendiendo el derecho internacional. Estoy defendiendo todos aquellos territorios —aquellos pequeños territorios y pueblos que hay por todo el mundo— que, a no ser que alguien se levante y diga a un invasor “basta, pare”… estarían en peligro.”
El secretario general de la ONU empezaba a involucrarse más conforme se iba atascando la mediación de Haig. Nosotros mismos habíamos estado considerando si una oferta por parte del presidente de México, López-Portillo, en el sentido de proporcionar un foro para las negociaciones, podría resultar productiva. Al Haig hizo una llamada telefónica a Francis Pym durante la tarde del Miércoles 28 de Abril para decir que seguía sin noticias de Buenos Aires. Tanto Francis como Nico Henderson continuaron insistiéndole para que dijera en público que los argentinos eran los responsables del fracaso de su mediación, y que Estados Unidos nos apoyaba abiertamente. Envié un mensaje al presidente Reagan en el que decía que, en nuestra opinión, ahora tenía que considerarse que los argentinos habían rechazado las propuestas norteamericanas. De hecho, más tarde aquel mismo día, los argentinos rechazaron formalmente el texto norteamericano. Entonces el presidente Reagan respondió a mi mensaje en estos términos: Estoy seguro de que usted está de acuerdo en que ahora resulta esencial dejar claro a todo el mundo que se tomaron todas las medidas para lograr una solución justa y pacífica, y que al Gobierno argentino se le ofreció una opción entre tal solución y unas hostilidades adicionales. Por tanto, haremos pública una descripción general de los esfuerzos que hemos llevado a cabo. Reconozco que, aunque usted considera que la propuesta implica unas dificultades fundamentales, no la ha rechazado (en realidad tampoco la habiamos aceptado y no deseabamos implicar esto). Deseábamos una declaración muy clara en el sentido de que los argentinos eran los culpables del fracaso de las negociaciones.  El Viernes 30 de Abril marcó el fin del principio de nuestra campaña diplomática y militar para recuperar las Malvinas. Ahora Estados Unidos manifestó claramente que estaba de nuestro lado. Fue este día cuando la Zona de Exclusión Total entró en vigor.
Como muchos Domingos durante la crisis, los miembros del Gabinete de Guerra, los jefes de Estado Mayor y los funcionarios acudieron a Chequers para comer y reunirse. En esta ocasión había una cuestión especial para la cual yo necesitaba una decisión urgente. El almirante Fieldhouse nos contó que uno de nuestros submarinos, el Conqueror, había estado siguiendo al General Belgrano, un crucero argentino. El Belgrano iba escoltado por dos destructores. Él mismo tenía una considerable potencia de fuego, gracias a sus cañones de 6 pulgadas con un alcance de 13 millas y misiles antiaéreos. Se nos advirtió de que posiblemente estuviera equipado con misiles Exocet antibuque, y se sabía que sus dos escoltas sí disponían de estos misiles. Todo el grupo navegaba en el borde de la Zona de Exclusión . Por toda la información disponible, concluyó que el portaaviones y el grupo del Belgrano participaban en un clásico movimiento de tenazas contra nuestro destacamento. Torpedeamos y hundimos el Belgrano justo antes de las ocho de esa tarde. Nuestro submarino se alejó a toda velocidad. Parece ser que, creyendo equivocadamente que ellos serían nuestro próximo objetivo, las escoltas del Belgrano se dedicaron a maniobras antisubmarino, en lugar de rescatar a su tripulación, de la cual murieron unos 321 hombres. Se tomó la decisión de hundir el Belgrano por motivos estrictamente militares, y no políticos: quienes mantienen que intentábamos sabotear una prometedora iniciativa de paz por parte de Perú están muy equivocados. En ese momento quienes tomamos la decisión en Chequers no teníamos ninguna noticia de las propuestas peruanas, que en cualquier caso se parecían mucho al plan de Haig que los argentinos habían rechazado sólo unos días antes. Existía una clara amenaza militar de la cual no podíamos hacer caso omiso sin pecar de irresponsabilidad. El Martes 4 de Mayo el destructor Sheffield fue alcanzado por un misil Exocet argentino, con consecuencias devastadoras. La pérdida del Sheffield fue el resultado de una serie de contratiempos y errores, pero demostraba de manera descarnada los riesgos a los que se enfrentaban nuestras fuerzas . Al principio se me informó de que había 20 bajas; después 40.
Francis Pym ya había regresado de los Estados Unidos. No nos gustaban las propuestas estadounidenses/peruanas que traía, e intentamos que se introdujeran modificaciones importantes, sobre todo para asegurar el respeto a los deseos de los isleños. Yo no estaba dispuesta a interrumpir los avances militares en favor de las negociaciones. Todos éramos conscientes de que nos acercábamos a un período crítico. Si íbamos a desembarcar y recuperar las islas, habría que hacerlo entre el 16 y el 30 de Mayo. No podíamos aplazarlo más debido al tiempo. Ahora teníamos que mostrarnos firmes ante la presión en favor de acuerdos inaceptables, y a la vez evitar dar una impresión de intransigencia. El secretario general de la ONU se mostró algo sorprendido por la firmeza de nuestra actitud. Pero Tony Parsons le expuso los hechos básicos de la disputa. No éramos nosotros quienes habíamos cometido la agresión y, además, habíamos hecho una serie de importantes concesiones. Cualquier acuerdo que diera la impresión de premiar la agresión argentina simplemente no sería aceptada en Gran Bretaña. Yo misma estaba muy implicada en nuestros intensos esfuerzos diplomáticos por mantener el apoyo a nuestra causa la víspera de lo que sabía que sería una acción militar decisiva. Era de máxima importancia que los países de la Comunidad Europea mantuvieran sus sanciones contra Argentina.
Las tropas no podían permanecer indefinidamente a bordo de los barcos. Ya habíamos acordado las normas de combate. El ataque tendría lugar de noche. Ninguno dudábamos de lo que había que hacer. Recibimos la respuesta argentina, que en realidad suponía un rechazo global a nuestras propuestas. Nunca pensé que aceptarían. A continuación, retiramos las propuestas. El secretario general hizo un intento de última hora con mensajes dirigidos a mí y al general Galtieri en los que exponía sus propuestas. Pero el hecho era que las propuestas del señor Pérez de Cuéllar eran imprecisas y poco claras; de haberlas aceptado hubiéramos vuelto nuevamente al punto de partida. Hice mi resumen con gran firmeza. No había posibilidad alguna de aplazar el plan militar. Cinco mil hombres desembarcaron sin accidentes, aunque se perdieron dos helicópteros y su tripulación. Habíamos establecido la cabeza de playa, sin embargo harían falta varios días para que quedara definitivamente asegurada. Los argentinos estaban bien preparados y se atrincheraron en fuertes posiciones defensivas a las que tenían que acercarse nuestras tropas a través del campo abierto de un estrecho istmo. Se enfrentaban a un intenso fuego enemigo. Como es bien conocido, el coronel “H” Jones, comandante de la Segunda división de Paracaidistas, perdió la vida asegurando el camino de avance para sus soldados. Su segundo jefe tomó el mando y finalmente consiguió la rendición. La batalla había sido reñida. Habíamos tomado Two Sisters, Mount Harriet y Mount Longdon. El plan era seguir esa noche para tomar Mount Tumbledown, aún más próximo a Puerto Stanley, pero las tropas estaban agotadas y hacía falta más tiempo para traer municiones, por lo que se decidió esperar. Lo que resultó ser el asalto final era una lucha encarnizada, especialmente en Mount Tumbledown, donde los argentinos estaban bien preparados. Pero Tumbledown, Mount William y Wireless Ridge cayeron en manos de nuestros soldados, que pronto llegaron a las afueras de Puerto Stanley.
Visité las islas siete meses más tarde y vi el terreno con mis propios ojos, atravesando la zona a pie y de madrugada, mientras soplaba un fuerte viento y llovía intensamente, abriéndome camino por las lúgubres rocas que habían servido de fortificaciones naturales a los defensores argentinos. Nuestros muchachos habían tenido que atravesar el terreno y tomar sus posiciones en plena oscuridad. Sólo lo podían hacer las más profesionales y disciplinadas de las fuerzas. Cuando el Consejo de Guerra se reunió el Lunes por la mañana todos pensábamos que la batalla seguía. La velocidad con la que todo acabó nos cogió por sorpresa. Los argentinos estaban agotados y desmoralizados y se les había dirigido muy mal, —como se demostró con creces en el momento y posteriormente. Estaban hartos. Abandonaron sus armas y se les podía ver retrocediendo a través de sus propios campos de minas hacia Stanley.
Esa tarde, tras conocer la noticia, fui a la Cámara de los Comunes para anunciar la victoria. No pude entrar en mi propio despacho; estaba cerrado con llave y el ayudante del jefe de los whips tuvo que buscarla. Una vez dentro escribí en un trozo de papel que encontré encima de mi mesa la breve declaración que, al no haber ningún otro procedimiento, tenía que presentar ante la Cámara como Cuestión de Orden. A las diez de la noche les dije que se nos había comunicado que ondeaban banderas blancas sobre Puerto Stanley. La guerra había terminado. Todos sentimos lo mismo y los aplausos lo demostraban.  En un discurso pronunciado en Cheltenham poco después, el Sábado 3 de Julio, intenté explicar lo que significaba el espíritu de las Malvinas: Hemos dejado de ser una nación en retirada. En su lugar tenemos una nueva confianza en nosotros mismos, nacida en las batallas económicas dentro del país y puesta a prueba y confirmada a una distancia de 8.000 millas [...] Y así hoy podemos alegrarnos por nuestro éxito en las Malvinas y enorgullecemos de la proeza de los hombres y mujeres de nuestras Fuerzas Armadas. Pero no lo hacemos como quien se regocija ante una llama vacilante que pronto ha de apagarse. No: nos alegramos de que Gran Bretaña haya recuperado ese espíritu que la alimentó en generaciones pasadas y que hoy comienza a arder tan intensamente como antaño. Gran Bretaña ha vuelto a encontrarse a sí misma en el Atlántico Sur y no retrocederá de su victoria.

HUELGA MINERA (1984)
Resumen tomado del libro “Los Años en Downing Street “, Margaret Thatcher, 1993.
En el mejor momento de la industria del carbón, en vísperas de la I Guerra Mundial, daba trabajo a más de un millón de hombres en más de tres mil minas, y la producción alcanzaba los 292 millones de toneladas. A partir de ese momento, su declive fue ininterrumpido y las relaciones entre mineros y propietarios fueron frecuentemente amargas. Tras la guerra, sucesivos gobiernos se vieron arrastrados, cada vez más profundamente, a la tarea de racionalizar y regular la industria del carbón. Finalmente, en 1946, el Gobierno Laborista de posguerra acabó nacionalizándola. En los años setenta, la minería del carbón había llegado a simbolizar lo que funcionaba mal en Gran Bretaña. En Febrero de 1972, la simple presión numérica de los piquetes encabezados por Arthur Scargill obligó a cerrar el depósito de coque de Saltley en Birmingham. El acceso del señor Scargill a la presidencia del sindicato a finales de 1981 representó un hito significativo. Tanto el poder de la NUM (Sindicato Nacionel de Mineros, siglas en ingles) como el temor que inspiraba, quedaban en manos de aquellos cuyos objetivos eran descaradamente políticos. Quedó fundamentalmente en manos de Nigel Lawson, ministro de Energía desde Septiembre de 1981, la tarea de acumular, de manera continua y del modo menos provocador posible, las reservas de carbón precisas para permitir al país hacer frente a una huelga minera. Era esencial que las reservas de carbón se almacenaran en las centrales energéticas y no en las minas, donde los piquetes de mineros podían hacer imposible su traslado.  En términos económicos, las razones para cerrar algunas minas seguían siendo abrumadoras. Incluso los laboristas lo habían reconocido: el Gobierno Laborista había cerrado 32 minas entre 1974 y 1979. No obstante, el señor Scargill negaba la necesidad económica de estos cierres. Mantenía que no debía cerrarse ni una sola mina a menos que estuviera literalmente agotada y, de hecho, negaba la existencia de “minas no rentables”.
Los términos acordados en Enero de 1984 eran extremadamente generosos: se pagaría la suma de 1.000 libras por cada año de trabajo. El programa estaría en vigor tan sólo dos años, por lo que un trabajador que hubiera pasado toda su vida laboral en las minas obtendría más de treinta mil libras. MacGregor proponía 20.000 rescisiones de contrato para el año siguiente (1984-1985). Confiábamos en que fuera posible alcanzar esta cifra sin que nadie se viera obligado a abandonar las minas contra su voluntad. Se cerrarían alrededor de veinte minas y la capacidad de producción anual se vería reducida en 4 millones de toneladas al año. Mientras continuaban las conversaciones, empezaron a volar acusaciones sobre una “lista negra” de minas a cerrar. La retórica de los líderes de la NUM se alejaba cada vez más de la realidad (en especial, de la realidad económica de que la industria del carbón recibía 1.300 millones de libras en subvenciones salidas del bolsillo de los contribuyentes en 1983-1984). Daba la impresión de que el señor Scargill estaba  preparando a sus tropas para ir a la guerra. No obstante, el sindicato tenía como tradición solicitar el voto de sus miembros antes de emprender una huelga, y existían buenos motivos para pensar que el señor Scargill no obtendría la mayoría necesaria (55 por ciento) para convocar una huelga nacional en un futuro inmediato.
El Jueves 1 de Marzo la NCB (Junta Nacional del Carbón) anunció el cierre de la mina de Cortonwood en el estado de York. Como protesta ante la medida, y basando su autoridad en una votación local realizada dos años antes, la ejecutiva del sindicato minero del área de York (de donde era originario  Scargill), caracterizada por su radicalismo, convocó una huelga. Aquel mismo día la NUM escocesa convocó una huelga a partir del 12 de Marzo. Durante las dos semanas siguientes cayó sobre las áreas mineras el peso brutal de las tropas de choque de los sindicatos y, por un momento, pareció que la racionalidad y la decencia quedarían aplastadas. El primer día de conflicto había 83 minas funcionando y 81 cerradas. En 10 de éstas, según me comunicaron, el trabajo se había interrumpido más a causa de los piquetes que por el deseo de sumarse a la huelga. A final del día, el número de minas en las que se había suspendido el trabajo había llegado casi a cien . El Miércoles por la mañana sólo seguían trabajando con normalidad 29 minas. En aquel momento del conflicto, la violencia estaba centrada en Nottingham, donde los piquetes volantes del condado de York luchaban denodadamente por asegurarse una victoria rápida. No obstante, los trabajadores de Nottingham siguieron adelante con su votación y aquel Viernes los resultados de ésta mostraron que un 73 por ciento estaba en contra de la huelga. Las votaciones por zonas realizadas el siguiente día en las minas del centro, noroeste y nordeste de Inglaterra se saldaron también con una gran mayoría en contra de la huelga. En total, de los 70.000 mineros que votaron más de 50.000 lo hicieron a favor de seguir trabajando. A comienzos de la huelga, Michael Havers ( Attorney-General for England and Wales and Northern Ireland)  hizo una lúcida declaración en una respuesta escrita a la Cámara de los Comunes, en la que exponía el alcance del poder policial para hacer frente a los piquetes, incluyendo la capacidad (mencionada anteriormente) de hacerles retroceder antes de llegar a su destino, cuando existen razones suficientes para pensar que puede producirse una alteración del orden. Para que la ley y el orden prevalezcan es vital que actos criminales tan visibles como los que se produjeron durante la huelga sean castigados rápidamente: el pueblo necesita ver que la ley funciona.
Al llegar la última semana de Marzo la situación estaba ya bastante clara. No parecía nada probable que se pudiera poner un fin rápido a la huelga. En la mayor parte de las minas, la fuerza del señor Scargill y de sus colegas era muy grande, y no sería fácil vencerles. Sin embargo, cuando a lo largo de los dos años anteriores elaborábamos nuestros planes ante la eventualidad de que surgiera un conflicto similar, no habíamos contado con que se fuese a extraer nada de carbón en caso de huelga; pero, de hecho, una parte sustancial de la industria del carbón seguía en activo. Si conseguíamos trasladar el carbón extraído hasta las centrales térmicas, multiplicaríamos nuestra capacidad de resistencia. Cuando sir Robert Day me entrevistó en el programa Panorama el Lunes 9 de Abril, defendí firmemente la actuación de la policía durante los enfrentamientos: La policía defiende la ley, no al Gobierno. Éste no es un enfrentamiento entre los mineros y el Gobierno, es una disputa entre mineros [...]. La policía tiene a su cargo la defensa de la ley… y lo ha hecho espléndidamente. Pocos días más tarde la policía se encontró en un frente de combate diferente. El 17 de Abril, mientras vigilaba una manifestación pacífica, la agente de policía Yvonne Fletcher fue abatida en St. James Square por fuego de ametralladora procedente de la Embajada de Libia. Todo el país quedó sobrecogido. A pesar de ello, el señor Scargill entró en contacto con funcionarios libios. Un miembro de la NUM llegó incluso a entrevistarse con el Coronel Gaddafi con la esperanza de obtener dinero para seguir adelante con la huelga. Parecía como si existiera una insondable alianza entre aquellas dos fuerzas del desorden. Había signos de que muchos mineros estaban perdiendo su entusiasmo inicial y empezaban a cuestionar las previsiones del señor Scargill sobre la capacidad de resistencia de las centrales térmicas. Los líderes sindicales respondieron incrementando las asignaciones que pagaban a los piquetes (no pagaban nada a los huelguistas que no participaban en ellos) y reclutando gente ajena a los mineros para la tarea. Se produjo una escalada generalizada de la violencia. Evidentemente, la táctica consistía en lograr la máxima sorpresa, concentrando en un plazo muy breve de tiempo a un gran número de piquetes en una mina determinada. Hay personas que están utilizando la violencia y la intimidación para imponer su voluntad a otros. Están fracasando por dos motivos: en primer lugar gracias a nuestra magnífica fuerza policial, que está bien entrenada para cumplir con su deber valerosa e imparcialmente. En segundo lugar porque, en su inmensa mayoría, las personas de este país son ciudadanos honrados, decentes y respetuosos de la ley, que desean que ésta sea acatada y se niegan a dejarse intimidar. Rindo tributo al valor de quienes han acudido al trabajo atravesando los piquetes [...] El imperio de la ley debe prevalecer sobre el de la violencia. El objetivo de las intimidaciones no eran sólo los mineros que iban al trabajo; también corrían peligro sus esposas e hijos.
El Martes 31 de julio hablé en un debate de la Cámara de los Comunes. No me anduve con rodeos: El Partido Laborista es un Partido que apoya todas las huelgas, sea cual sea su pretexto y por dañina que resulte. Pero, por encima de todo, es el apoyo del Partido Laborista a los mineros en huelga frente a los mineros que desean seguir trabajando lo que priva definitivamente de toda credibilidad a su afirmación de que representa los verdaderos intereses de la población trabajadora en este país. A continuación me dirigí a Neil Kinnock: El líder de la oposición no dijo una palabra respecto a la necesidad de una votación hasta que la NUM cambió sus normas, rebajando la mayoría necesaria. Acto seguido declaró ante la Cámara que una votación a nivel nacional del sindicato minero era una perspectiva más clara y próxima. Esto ocurrió el 12 de Abril, la última vez que le hemos oído hablar del tema. Pero el 14 de Julio apareció en un mitin de la NUM y dijo: “No hay más alternativa que la lucha: todos los demás caminos están cerrados”. ¿Qué ha sido de la votación? No hubo respuesta alguna. Finalmente, el Martes 7 de Agosto, dos mineros de Yorkshire denunciaron a la rama local de la NUM ante el Tribunal Supremo por convocar una huelga sin votación previa. Esto fue el golpe decisivo, y tuvo como consecuencia última el embargo de la totalidad de los bienes del sindicato minero. Un indicador del grado de frustración al que habían llegado los sindicalistas militantes fue el aumento de la violencia contra los mineros que continuaban trabajando y sus familias. En opinión de la policía se había producido, al parecer, un cambio de táctica por parte de los líderes de la NUM: desalentados por el fracaso de los piquetes, parecían haber decidido emprender una guerra de guerrillas basada en las amenazas a las personas y las empresas. Los mineros esperaban con ansia el invierno, cuando la demanda de electricidad alcanza su techo y la probabilidad de restricciones aumenta. A comienzos de Septiembre, en la Conferencia de la TUC( Congreso de Sindicatos), la mayoría de los sindicatos —con la fuerte oposición de los trabajadores del sector eléctrico y energético— se comprometieron a apoyar a los mineros, aunque en la mayor parte de los casos no tenían intención alguna de hacerlo. Mientras tanto, el señor Scargill reafirmaba su punto de vista de que no existía el concepto de “pozos no rentables”; tan sólo existían explotaciones en las que no se habían realizado las inversiones necesarias. Era crucial para el futuro de la industria del carbón, y para el del propio país, rebatir de forma palmaria y pública la afirmación de la NUM de que no debían cerrarse los pozos no rentables, y que quedara desacreditado de una vez por todas el recurso a la huelga con fines políticos.
Fue también en Septiembre cuando conocí personalmente a algunas de las integrantes de la campaña “Vuelta al trabajo”, emprendida por las esposas de los mineros. Sus representantes vinieron a verme al Número 10 de Downing Street y me sentí conmovida por el valor de aquellas mujeres, cuyas familias se veían sometidas a todo tipo de abusos y amenazas. Me dijeron que la mayor parte de los mineros seguía sin comprender hasta donde llegaba la oferta salarial y los planes de inversión de la NCB: había que hacer mayores esfuerzos para hacer llegar su mensaje a los mineros en huelga, muchos de los cuales dependían de la NUM para obtener su información . Me confirmaron que mientras continuaran las conversaciones entre la NCB y la NUM, o hubiera perspectivas de que se reanudasen, resultaría extremadamente difícil convencer a los hombres para que volvieran al trabajo. Me explicaron el chantaje al que se habían visto sometidas pequeñas tiendas de las zonas mineras para que suministraran mercancías y alimentos a los mineros en huelga, y como estos productos estaban siendo retenidos para que no llegaran hasta los mineros que continuaban trabajando. Tal vez lo más chocante de todo lo que escuché fue que, en algunas áreas, los gestores locales de la NCB no estaban particularmente ansiosos por promover una vuelta al trabajo y que, en un área en particular, estaban tomando partido activamente en favor de la NUM para que no se produjera. En aquella industria excesivamente impregnada de política sindical nada me parecía ya imposible. Por supuesto, lo vital para aquellas mujeres era que la NCB hiciera todo lo posible por proteger a los mineros que habían encabezado la vuelta al trabajo, transfiriéndoles en caso necesario a otros pozos donde hubiera menos militancia sindicalista, y dándoles prioridad en las solicitudes de extinción de contrato. Les dije que no les abandonaríamos —y creo que cumplí mi palabra— y que todo el país estaba en deuda con ellos. La señora McGibbon, esposa de un minero de Kent que continuaba trabajando, intervino en la conferencia del Partido Conservador describiendo las amargas experiencias que habían sufrido ella y su familia. La vileza de las tácticas de los huelguistas no conocía límite. Incluso sus hijos pequeños se habían convertido en su objetivo: les habían amenazado con que sus padres morirían. Poco después de su intervención, el Morning Star publicó su dirección. Una semana más tarde su hogar fue atacado. El 11 de Septiembre se constituyó un Comité Nacional de Mineros partidarios de la vuelta al trabajo (National Working Miners’ Committee).
El Domingo 28 de Octubre el Sunday Times reveló que un miembro de la NUM había visitado Libia y había apelado personalmente al coronel Gaddafi, pidiéndole apoyo. A comienzos de Octubre, él mismo Scargill  (viajando con el alias de Mr. Smith) había visitado París, acompañado por su colega Roger Windsor, para entrevistarse con representantes del sindicato comunista francés, la CGT. En la reunión estuvo presente un libio que, según el señor Scargill afirmó posteriormente, era un representante de los sindicalistas de aquel país (una rara especie sin duda, ya que el coronel Gaddafi había disuelto todos los sindicatos tras su acceso al poder en 1969). Parece probable que Gaddafi hiciera una donación a la NUM. Aunque no se sabe cuál fue su importe, se ha sugerido una suma de 150.000 libras. La visita del señor Windsor a Libia fue una continuación de la reunión de París. Está demostrado más allá de toda duda que la NUM recibió también una aportación procedente de otra fuente igualmente improbable: los inexistentes “sindicatos” de Afganistán, por aquel entonces controlado por los soviéticos. En Septiembre habían empezado a aparecer informes de que la NUM estaba recibiendo ayuda de los mineros soviéticos
La NCB aprovechó el momento para lanzar una campaña en favor de la vuelta al trabajo. Se anunció que los mineros que se reintegrasen antes del Llunes 19 de Noviembre recibirían una sustanciosa bonificación de Navidad. Justo después de realizarse la oferta, volvieron al trabajo 2.203 mineros, seis veces más que la semana anterior.  Yo era más consciente de las dificultades que planteaba. Manifesté que existían tres principios a los que debíamos mantenernos fieles. En primer lugar, toda conversación sobre el futuro de la industria debía tener lugar tras la vuelta al trabajo. Además, no debía acordarse nada que socavara la posición de los mineros que habían seguido trabajando. Por último, era esencial impedir que la NUM afirmara que el programa de cierre de pozos había sido retirado o incluso que no habría cierres mientras duraran las negociaciones. Tenía que quedar bien claro que la NCB era libre de emplear el procedimiento de revisión de minas ya existente con arreglo a las modificaciones previstas en el acuerdo con la NACODS (The National Association of Colliery Overmen, Deputies and Shotfirers,Asociasion Nacional de minas del carbon, diputados y dinamiteros)  ). Al acabar el año, nuestro principal objetivo era favorecer la reincorporación de los mineros al trabajo a partir del 7 de Enero, primer Lunes laborable del nuevo año. Según avanzaba el mes de Enero, el ritmo fue en aumento. A mediados de mes, casi 75.000 miembros del sindicato minero habían abandonado la huelga y el ritmo de vuelta al trabajo se aproximaba ya a los 2.500 trabajadores a la semana. Estaba claro que el fin estaba cerca.  Scargill seguía afirmando en público que no estaba dispuesto a aceptar el cierre de pozos por motivos económicos. Me reuní con Norman Willis y otros líderes sindicales en el Número 10, la mañana del Martes 19 de Febrero. Por parte del Gobierno me acompañaban Willie Whitelaw, Peter Walker y Tom King. La reunión se desarrolló en un ambiente cordial. Norman Willis hizo una exposición muy ajustada a la realidad sobre la posición negociadora de la NUM. Como respuesta, dijo que apreciaba los esfuerzos de la TUC. También yo deseaba que la huelga se resolviera lo antes posible, pero esto exigía una clara solución a las cuestiones básicas del conflicto. Una resolución eficaz del conflicto requería una clara comprensión de cuáles eran los procesos pertinentes para proceder al cierre de los pozos, el reconocimiento del derecho de la NCB a gestionarlos y tomar las decisiones finales, y la aceptación de que la Junta tomaría en consideración el rendimiento económico de los pozos a la hora de decidir. Resultaba ya evidente para los mineros y la opinión pública en general que la TUC no estaba dispuesta a impedir que los acontecimientos siguieran su curso, ni tenía capacidad para hacerlo. Los mineros estaban volviendo al trabajo en gran número y el ritmo iba en aumento. El Miércoles 27 de Febrero se alcanzó la cifra mágica: más de la mitad de los afiliados a la NUM habían abandonado ya la huelga. El Domingo 3 de Marzo, en una conferencia de delegados de la NUM, se votó a favor de la vuelta al trabajo, en contra de los consejos de Scargill. Así ocurrió, a lo largo de los días siguientes, incluso en las zonas de mayor militancia. Aquel Domingo concedí una entrevista a los periodistas en el exterior del Número 10. A la pregunta de quién había ganado, si es que había ganado alguien, repliqué: Si alguien ha ganado han sido los mineros que permanecieron en el trabajo, los estibadores que permanecieron en el trabajo, los trabajadores del sector de la energía que permanecieron en el trabajo, los conductores de camiones que permanecieron en el trabajo, los ferroviarios que permanecieron en el trabajo y los directivos que permanecieron en el trabajo. En otras palabras, toda la gente que hizo que las ruedas de Gran Bretaña siguieran girando y que, a pesar de la huelga, logró una producción global récord en el país el año pasado. Ha sido toda la población trabajadora de Gran Bretaña la que ha mantenido en marcha el país. Así terminó la huelga. Había durado casi exactamente un año.
La huelga estableció sin lugar a dudas la evidencia de que la industria del carbón británica no podía ser inmune a las fuerzas económicas, que se aplican tanto en el sector público como en el privado. A pesar de las fuertes inversiones, el carbón británico ha sido incapaz de competir en los mercados mundiales y, como resultado, la industria británica del carbón ha sufrido un declive aún mayor de lo que ninguno de nosotros había previsto en tiempos de la huelga. Con todo, el conflicto minero siempre tuvo motivos que iban mucho más allá del problema de los pozos no rentables. Fue una huelga política, y por ello su resultado tuvo un alcance que trascendía con mucho la esfera económica. Desde 1972 a 1985, la opinión al uso mantenía que Gran Bretaña sólo era gobernable con el consentimiento de los sindicatos. Ningún Gobierno podía realmente sobrevivir a una huelga importante, especialmente a una huelga del sindicato minero —y menos aún salir victorioso. Incluso cuando estábamos introduciendo reformas en las leyes sindicales, superando conflictos menores como la huelga de las acerías, mucha gente, y no solo de izquierda, seguía pensando que los mineros tenían en su mano el veto definitivo, y que algún día lo utilizarían. El día de la confrontación había llegado y había tocado a su fin. Nuestra determinación de hacer frente a la huelga animó a los sindicalistas de a pie a hacer frente a los activistas de la organización. Lo que el resultado de la huelga dejó perfectamente claro fue que la izquierda fascista no conseguiría hacer ingobernable Gran Bretaña. Los marxistas querían desafiar las leyes del país con el fin de desafiar las leyes de la economía. Fracasaron y, al hacerlo, demostraron hasta qué punto son mutuamente interdependientes una economía libre y una sociedad libre. Es una lección que nadie debería olvidar.